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cielo claro
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Tania Contreras

Un dejo de sangre brillaba entre el pasto alargado que se estiraba hacia el cielo, era la consecuencia de un rocío intenso que se evaporaba con los primero rayos de sol y derretía el rastro de hielo que había traído consigo la madrugada; entre el silencio y la armonía del viento suave, un respiro repetido se alcanzaba a distinguir. De pronto un gemido largo, agudo, rompió con la monotonía de este paisaje lejano, después nada.

En el cielo una especie de nube subía y bajaba una y otra vez, se perdía entre los matorrales y aparecía nuevamente, una franja dorada se había formado por el reflejo del pasto seco y el sol que apuntaba en el horizonte, dando un aspecto místico a este descampado. Entre el resplandecer áureo la nube desapareció en el momento mismo que el silencio se hizo penumbra.

Rebeca caminaba con el paso recio de quien llega tarde a una cita, con los brazos cruzados y su mano derecha sujetando el bolso que pendía del hombro izquierdo y resbalaba por la textura de su gran chamarra; giró a la derecha en la esquina de la avenida que conectaba a varias colonias de la zona, eran las siete de la noche y la luz comenzaba a mutar en oscuridad; sus ojos siempre mirando hacia el frente denotaban ansiedad, prisa y aburrimiento, un letargo común y triste.

Escuchó una voz y volteo aceleradamente sin poder encontrar la procedencia, era una voz de matiz tranquila, que con serenidad y con palabras desconocidas para su lenguaje, le propinó una paz inigualable. Un jalón convirtió las luces de la ciudad a negro y su corazón aceleró hasta hacer temblar cada parte de su cuerpo. La voz o aquel ruido que momentos antes le había provocado calma se esfumó y los gritos sometieron de forma abrupta su conciencia; intentó reaccionar, manotear, gritar pero su cuerpo y mente estaban separados, nada pudo hacer.

Anastasia yacía postrada sobre una cama sucia, con apenas una almohada y una cobija delgada que de nada servía en las noches frías, giraba sobre su cuerpo de un lado a otro del colchón mientras sostenía en su boca una paleta de dulce; su cabello lacio hacia juego con la figura delgada y plana de su cuerpo, que contrastaba la piel blanca con el negro intenso de sus cabellos; giraba sin control, sin parar, sin soltar el dulce de sus labios mientras su cuerpo desnudo formaba un remolino que nadie miraba.

Esperaba la noche, una penumbra que trajera consigo el más grande regalo que hace años ansiaba; Anastasia tenía cerca de 28 años de edad aunque su cuerpo figuraba el de una niña, el atractivo que esperaban numerosos hombres en el putero donde aparecía cada día, en espera de una llave mágica que le permitiera abrir esa prisión en la que se encontraba desde hace poco más de diez años.

Era un miércoles, cuando un hombre joven tomó de la mano a Anastasia, la sentó en sus piernas y la obligó a beber de su vaso con coñac, le tentó los senos y salieron de prisa. Era una de las pocas veces que no se preguntó a dónde iba; de pronto una sombra se formó en el techo del cuarto donde su cuerpo sin fuerza comenzaba a eclipsar.

Una alarma de celular sonó minutos después del gemido, Laura se dividió en dos, ambas partes contenían una melancolía inmensa y una serenidad aún más grande; una sentía el frío del pasto y la otra solo miraba el rostro casi angelical pero deshumanizado que flotaba sobre ella y la abrazaba con el calor que solo dotan los abrazos más amados; ¿estaba lista para marchar? Era algo que no había decidido nunca; sin embargo, las gotas de sangre caían como una cuenta regresiva que era marcada por un reloj de arena, aquel rostro figurado iluminado por un brillo magnánimo la llenó de paz, de algo más grande que la esperanza.

Rebeca no recobró la conciencia, parecía haberse encerrado en sus pensamientos, permanecer en una realidad intangible que borrara todo sesgo de sufrimiento y volviera inexistente aquel capítulo de dolor. Imaginaba voces que rebotaban por dentro de su cráneo, voces que preguntaban su paradero, su condición, otras más mencionaban despedidas desilusionadas, pero por debajo de todo ese atisbo de desesperanza encontró un sonido, palabras indescifrables y conocidas que nuevamente le regresaron la calma pero que poco a poco consumían su aliento.

La sombra le provocó una extraña sensación de angustia; sin embargo, pareciera que esa mancha mate que simulaba una figuraba amorfa y de cierto modo femenina, tuviera la capacidad de iluminar los ojos de Anastasia, provocando que con cada escaneo una parte de su cuerpo desnudo resplandeciera al ser visto y muriera segundos después, los golpes comenzaban a inflamar el cuerpo de niña mientras que aquella sombra descendía tan lento, que las manecillas que hacían eco en la alcoba fueran dos notas entre silencios eternos. La penumbra acarició su piel y calmó el pulsar de hematomas frescos.

El cuerpo de Laura jamás fue hallado, aquel descampado desconocido siguió brillando con cada amanecer. Rebeca fue entregada a su familia meses después de la desaparición; en condiciones putrefactas su madre logró reconocer la gran chamarra que la cubría. Anastasia fue localizada de inmediato por la policía, dos hombres con guantes azules la metieron a una bolsa negra, nunca nadie preguntó por ella.

La nube flota en otros campos, el sonido retumba dentro de otros cuerpos y la sombra continúa calmando los pulsares de otros encierros.

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