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El entramado institucional que ha construido el régimen político en las últimas tres décadas parece encaminado a la legitimación del poder público, que padece de una profunda desconfianza y carencias de credibilidad social. Sin embargo, la simulación de acciones por vigilar, regular y castigar los abusos de autoridad han derivado en que los nuevos esfuerzos y causas institucionales surjan con crisis de certeza, ausencias de autonomía y escasez de soluciones.

Desde la década de los noventa, ante un régimen priísta caduco que se resistía a morir por sus abusos de poder, surgieron a nivel nacional y en paralelo en los estados, instituciones defensoras de los derechos humanos y órganos electorales independientes. Mientras que en el sexenio foxista se dio paso a los institutos de transparencia, y durante el peñismo a los sistemas anticorrupción, como si las conductas ilegítimas, inmorales e ilegales pudieran eliminarse por decreto.

La Casa Blanca
La Casa Blanca

Lo cierto es que en el transcurrir de los años, los partidos políticos se encargaron de pervertir la función pública y autónoma de los órganos independientes, para asignar sus cargos mediante cuotas partidistas, que dejaron sembradas las condiciones de ampliar vacíos de poder y mantos de impunidad, sin importar las filiaciones políticas o posturas ideológicas de quienes se corrompieron.

Las nuevas y robustas instituciones sólo ampliaron los aparatos burocráticos del poder público, sin que los ciudadanos hayan podido impedir los abusos de autoridad, la violación sistemática a sus derechos humanos -agravada desde la denominada lucha contra el narcotráfico-; la vulnerabilidad de los procesos electorales -que en los comicios del presente año adolecieron de equidad entre los distintos competidores-; la opacidad y discrecionalidad en el manejo de los recursos públicos -con ejemplos devastadores de gobernadores que desviaron dinero público mediante empresas fantasma-; y una rampante corrupción que el actual gobierno pretende justificar por ser cultural, antropológica, o quizá genética.

Y mientras las instituciones se mueren en la desesperanza social, las élites políticas parecen hacer todo lo posible para sepultarlas.

Sólo de esa manera se puede explicar que en el naciente sistema estatal anticorrupción se proponga a un hombre de claroscuros por su cercanía al poder, como lo es Baruch Delgado Carbajal, propuesto como magistrado anticorrupción. Un hombre cómplice de los atropellos en contra de los líderes de San Salvador Atenco, que fueron presos políticos durante la gubernatura de Peña Nieto, y sentenciados inicialmente a 116 años de prisión, cuando Delgado presidía el Poder Judicial del Estado de México.

Un personaje omiso en la investigación de la masacre de 22 presuntos delincuentes en Tlatlaya, cuando policías ministeriales fueron negligentes para establecer una alteración en la escena del crimen, y el propio Baruch fungía como presidente de la Comisión Estatal de Derechos Humanos.

Con esas cartas de presentación, que lo hacen impresentable, Baruch Delgado es la propuesta del gobernador Eruviel Ávila para documentar, investigar y castigar actos de corrupción entre la clase gobernante mexiquense, que sobra decirlo, hoy en día es catalogada la más corrupta del país.

Lo cierto es que mientras el marco institucional está encaminado a su muerte, paulatina y sistemática, lo único que se resiste a terminar, y se mantiene inalterable es la corrupción que ha permitido construir una clase política acaudalada, con ejemplo como la Casa Blanca, la Casa en Malinalco, un Paso Exprés y demás obras de infraestructura con sobreprecios, licitaciones dudosas y fallas técnicas y estructurales que desnudan a un gobierno más preocupado por defender los intereses empresarios y de grupo, que la seguridad, la integridad y el bienestar de la sociedad.

Y en ese terreno sobrarán las instituciones cómplices, mientras haga falta cumplir la ley y castigar a los políticos corruptos.

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