Enrique Peña Nieto ha comenzado el despido de su gobierno. Alista el proceso de transición, pero particularmente de su retiro político. Un día da una entrevista, y el otro también. A medios oficialistas y contrarios a su gobierno. Y desde el pasado viernes, inunda el espectro radiofónico, televisivo y de redes sociales con un intenso spoteo sobre su sexto y último informe de gobierno.
El peñismo está decidido a defender las reformas estructurales; muy en especial aquellas que tienen la amenaza del presidente electo, López Obrador, para ser derogadas durante el próximo sexenio. Y borrar en unos cuantos meses, lo que tanto presumió Peña Nieto durante los últimos seis años de gestión.
Así, Peña habla de las “bondades” de las reformas educativa y energética; aquellas que se asumieron como símbolo de su mandato, pero cuyo rechazo forjaron simpatías en el candidato ganador de la pasada elección. El atlacomulquense pretende convencer por repetición del mensaje, pese a tener los mayores niveles de desaprobación social de un presidente en México.
También Peña nos ha tratado de persuadir sobre la prioridad que representa el Nuevo Aeropuerto Internacional de México que se construye en Texcoco, y que pende de un hilo, y se tambalea frente a la consulta ciudadana que organiza el próximo gobierno. El exgobernador mantiene firmes sus intereses en el Estado de México: promueve la conclusión del aeropuerto, y del Tren México – Toluca, que han quedado inconclusos en seis años de tropiezos.
En los días más recientes, Peña Nieto se ha deslindado como responsable directo de la derrota electoral del PRI. Ha desplazado la idea de que la candidatura de José Antonio Meade -que tanto impulsó su alter ego, Luis Videgaray- simplemente no funcionó; y fue acompañada por un voto antisistema para sufrir un descalabro histórico, que hoy exige la refundación del partido en el poder.
Además ha perfilado la necesidad de que el PRI cambie de nombre. Desde ahora, Peña Nieto ha mandado un mensaje velado sobre su interés por seguir incidiendo en la toma de decisiones del priísmo, aun cuando concluya su mandato. Esa es una condición inherente a la política mexiquense -donde los exgobernadores-; y en este caso el expresidente tendrá la ambición por mantenerse vigente.
El todavía presidente, ha pretendido ocupar los espacios mediáticos que abandonó desde antes de la campaña electoral; y que cedió -por omisión o por incapacidad- al presidente electo que es un experto en marcar la agenda pública.
Lo cierto es que pese a sus esfuerzos de comunicación, lo que persiste en el imaginario colectivo es una clase gobernante corrupta, que con mucha dificultad podrá sacudirse el Grupo Atlacomulco en los próximos años; y la inoperancia de un gobierno que deja saldos muy negativos en asignaturas como combate a la pobreza y al crimen organizado; y de privilegiar los intereses particulares.
En la memoria colectiva, Peña Nieto heredará casos como la Casa Blanca, Ayotzinapa, Nochixtlán y Tlatlaya, en donde su gobierno mostró indiferencia, omisión, negligencia y abuso. Y de parte del presidente Peña Nieto se mantuvo en la inacción, y la condescendencia con sus colaboradores pese a sus errores, sus incapacidades, sus limitaciones y sus exabruptos.
Un gobierno que al final del sexenio, por voz propia de Enrique Peña, pretende defender sus mayores simbolismos; pero cuyos gazapos fueron insuficientes para corregir la conducción del país. Un gobierno donde nunca pasó nada; y jamás entendieron que no entendían.
