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Juan Carlos Núñez Armas*

Hace unos días, navegando por Internet, me topé con un tema que me parece apasionante, pero poco revisado y discutido en nuestro país. Me refiero al humanismo tecnológico.  Según la estadística digital en el reporte que hace We Are Social, en México existen actualmente 114.3 millones de usuarios de telefonía móvil, el 89% de la población total; 89 millones de personas son usuarios de Internet y una cantidad similar son usuarios activos de redes sociales.  Por si fuera poco, en México, un usuario destina 8 horas y 21 minutos, diariamente, para navegar en la red y los sitios más visitados son Google, Facebook y YouTube.

Con el uso masivo de las tecnologías de la información y la comunicación estamos atrapados en el hecho de que algoritmos biométricos interpretan nuestros sentimientos y aprenden de nuestras emociones y están sustituyendo nuestra capacidad de decisión.  Imaginemos un ejemplo… si cada vez que vemos una película en Netflix pudieran colocarnos un sensor biométrico para que, a través de nuestro pulso y de nuestras ondas electromagnéticas cerebrales, descubrieran qué escenas y qué tipo de emoción nos causa, serían capaces de producir películas casi acordes con los sentimientos que nosotros quisiéramos tener en ese momento.

Esta capacidad de analizar nuestras preferencias y registrar nuestros intereses empieza a suceder cuando en una red social expresamos nuestro sentimiento con algún Emoji o un like a una publicación o comentario.  El machine learning genera un algoritmo que se adecua a cada persona y establece un perfil.

Cabe reflexionar si los datos que recaba el algoritmo -que por cierto tiene un gran poder de persuasión, para la compra de productos o con fines políticos, por ejemplo- tienen un dueño y, en todo caso, ¿quién es el dueño de esa información?  Tal vez el usuario, sin proponérselo ha proporcionado sus datos, pero nunca ha advertido que cuando acepta las cookies, en cualquier página, está también dando su autorización para que sean explotados por diversas marcas comerciales que lucran con ellos para vender publicidad.

Es entonces cuando las grandes corporaciones que poseen nuestra información, incrementan su poder de persuasión también en el ámbito social y político, porque la utilizan para neutralizar la decisión natural del ciudadano y lo inclinan hacia las decisiones que les conviene que tomen. Una corporación que ha recabado los datos e información de los electores, los puede manipular a favor o en contra de un candidato, un partido político o un tema público, dependiendo de los recursos del que paga.

José María Lassalle nos advierte de la amenaza que representa para las democracias liberales occidentales la deshumanización de la vida democrática.  Esta es la razón principal por la que es necesario abrir el debate público sobre la libertad y la equidad en torno a la protección jurídica que todo ser humano debe tener para respetar su dignidad frente a las vulnerabilidades a las que se expone en un espacio digital que, hasta el momento, se ha desarrollado sin reglas ni derechos.

La pregunta es ¿hasta dónde la revolución tecnológica que estamos viviendo puede utilizar los datos recabados para manipular y restringir la libertad de pensar y de elegir de cada ser humano?  Así pues, el humanismo tecnológico debe impulsar un pacto de equidad entre las personas y la técnica.  Me refiero a un humanismo que refuerce el sentido ético como herramienta educativa que respete la capacidad creativa de la humanidad para dar sentido al uso de las máquinas.

Sin duda, es imperante digitalizar a Protágoras y proclamar, en el ciberespacio, que el ser humano es la medida de todas las cosas y, por qué no, también digitalizar a Kant y defender que la persona es, tecnológicamente, un fin en sí mismo.

* Presidente Municipal de Toluca de 2000 a 2003

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