Por Tania Contreras
Contemplaba las letras plasmadas en aquellas páginas que no significaban nada, era un hecho que su mente de apoco le jugaba una broma sucia, una especie de estadía sin estar, algo así como el fenómeno físico de viajar en el tiempo pero sin el cuerpo; tenía rato que miraba las uñas de sus dedos medio desquebrajadas, llenas de unas líneas delgadas que atravesaban su superficie con una blancura que resaltaba en el rosado de su piel para fundirse en la punta; la piel ya vieja, café, tan café como la madera pero sin la fortaleza. Sus ojos continuaban como automatizados las líneas de la página 285, palabras al azar brincaban de forma fugaz, un microsegundo de historia que no lograba anclarse a su mente y así continuaba, de dedos a páginas, de páginas a dedos, dedos palabras, palabras dedos, dedos pensamientos, recuerdos, historias, pasajes, amores, personas; un viaje a lugares conocidos, inventados, olvidados y rearmados en un cuerpo olvidado…sonó el reloj y sin soltar el libro caminó hacía la sala, tomó asiento en la misma silla, junto a las mismas personas; a la derecha Martín, a la izquierda Raquel, ambos solos, todos olvidados esperando hacer ese viaje a otro tiempo, sin su cuerpo.
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José andaba, de andar, de andando, de ese verbo que provoca que la gente se pierda entre sus pensamiento y el camino. Sobre el empedrado mojado y con su sombrero bien puesto miraba al frente, al horizonte, como si supera a donde iba; un cigarro apagado en su boca y una bolsa de plástico en la mano, una moneda en la bolsa por si algún día la muerte lo agarraba desprevenido. Ahí está José, sin bolsa, sin moneda y sin cigarro, sin mirada precisa pero justo a donde el tiempo le dijo que llegaría.
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Graciela se tragó su propio grito, miró cómo de forma fugaz la muerte se convertía de un concepto a un segundo materializado, una transición inmediata entre milésimas de tiempo vivo; el chillido se metió en su cabeza y acuchilló algunas fibras que provocaron lagrimear sus ojos. El cuerpo en medio de la avenida estaba inmóvil, con la cabeza hacia arriba y las extremidades torcidas; en la parte alta, el sol parecía ignorar la tragedia, inamovible, iluminó todo el momento de la misma manera, formando sombras duras, de negros perfectos que lograron camuflar la sangre.
De pronto miró la muerte en ese par de canicas cristalinas y en forma de adiós ellas miraron a Graciela; de fondo el sonido de los autos y el aullido de los perros eran ignorados por la emoción extraña que provoca una despedida sin saludo. Esa extraña sensación de intentar entender y dar sentido al único momento compartido; fue ahí cuando se preguntó ¿qué se sufre ante la muerte? De forma inmediata se respondió internamente. El recuerdo
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Beatríz camina hacia su oficina y de reojo lo mira, va de prisa y no lo alcanza; mientras come en aquella fonda pasa por la pequeña puerta que deja ver el exterior lluvioso, sale lo más rápido que puede pero se ha perdido entre los cientos de pies que huyen de las gotas. Al día siguiente, Beatríz lo busca con ansias, desea fervientemente que se cruce en el camino a la oficina o pase de prisa a las afueras de la fonda. Al día siguiente, lo ve comprando un billete de lotería, con el mismo suéter de los jueves; ese que es parte del ritual que hace entre los honores a la bandera y los danzones de la plaza; sin embargo, es martes.
Beatríz lo mira en todas parte desde hace un lustro que no está.
