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La regulación

Francisco Ledesma

 

La propaganda oficial pasa por una crisis institucional, una aguda opacidad y una amplísima discrecionalidad en su asignación. En las últimas semanas, los candidatos Enrique Peña Nieto y Andrés Manuel López Obrador han cruzado severas acusaciones sobre montos económicos inconmensurables que habrían usado uno y otro en sus cargos públicos con fines de promoción personal, y que dado su éxito en la pantalla hoy los tiene en la antesala de la silla presidencial. El asunto no es menor frente a la telecracia que padecemos.

El debate mediático apunta en varias direcciones. La prioritaria ha sido apuntalada por el propio Peña Nieto, quien al presentar su decálogo sobre una Presidencia democrática, propuso la creación de una dependencia que vigile, regule y ejecute la asignación de propaganda gubernamental. Un tema que hasta hoy ha sido evadido de la agenda pública, en gran medida por afectar los intereses de los grandes consorcios mediáticos acaparadores de la publicidad.

En lo legislativo, del año 2000 a la fecha, se han presentado 6 iniciativas de Ley que buscan la regulación de propaganda gubernamental. Sin embargo, en su mayoría se enfocaban a la prohibición de la promoción personal de los gobernantes, asunto relativamente subsanado en la reforma electoral de 2007, pero que es burlado a partir de la contratación y difusión de gacetillas informativas. Las iniciativas abonan a aspectos burocráticos y no de eficacia.

Entre las iniciativas parlamentarias, se pretende que el Ejecutivo rinda cuentas, comparezca y justifique la planeación de sus programas de comunicación institucional. Convierte, para no variar, al Legislativo como el gran contralor del dinero público que gasta el Ejecutivo; da a los diputados facultades para evaluar, enmendar y fiscalizar lo que a su juicio –politizado- el Ejecutivo realiza mal por negligencia, omisión o incapacidad.

Sin embargo, deja de lado lo más importante en un asunto de manejo presupuestal: los criterios en la asignación de recursos públicos. El reparto hasta ahora discrecional debiera pasar por un asunto de equilibrios, donde las televisoras sean parte de toda campaña institucional pero no la única alternativa, cuando perciben en promedio 50 por ciento de los presupuestos destinados a difundir las acciones de determinado gobierno.

Hasta ahora los gobiernos en general justifican el gasto público en materia propagandística a partir del alcance y penetración del medio, tarifas publicitarias, pass along, perfil de audiencia y metas de la difusión. Pero lo que hoy se requiere es obtener fórmulas y porcentajes de asignación que incluyan por antonomasia nuevas plataformas de información, que genere equilibrios informativos, que privilegie medios consumados y aliente el nacimiento de nuevos medios serios y responsables socialmente.

Pero la mayoría de los medios no quiere entrar a esa circunstancia, porque la asignación discrecional de presupuestos les beneficia a partir de relaciones personales, de un trato informativo favorable o de una incuestionable lealtad a determinada ideología política. Lo que está en juego, en gran medida, es la posibilidad de perder y no necesariamente de ganar, porque poco se han ocupado los medios de ofertar estrategias de impacto para sus clientes.

La apuesta es entonces, fijar reglas claras en la asignación de recursos financieros en las estrategias de propaganda gubernamental, que eviten la discrecionalidad y fortalezcan la calidad de los contenidos. En la medida en que los medios de comunicación comercialicen sus líneas editoriales o los gobiernos condicionen la asignación de recursos a determinado trato informativo, marchas como la #YoSoy132 tendrán un legítimo derecho a expresarse.

Por el contrario, se requiere de una legislación profunda o una institución seria que otorgue certeza a los medios de comunicación para que el ejercicio presupuestal de comunicación institucional dependa del impacto, circulación y audiencias de sus medios; y no de sus líneas editoriales. Los medios de comunicación no son aliados, pero tampoco enemigos de los políticos. Su función y responsabilidad está con las audiencias y con nadie más.

Abrir el debate necesario de democratizar los medios, al que han llamado la marcha 132, convoca a que los medios reconozcan la razón de su origen, pero también implica que los gobiernos le entren al tema. Suponer que la apertura de algunas notas y entrevistas de chavos de la Ibero en noticieros de Televisa es la victoria del movimiento, sería una cortedad de objetivos que demostraría su fracaso al paso del tiempo, quizá no mucho, al paso de la elección.

Sin embargo, la ambigüedad con que algunos medios le han entrado al tema, al sostener que son marchas contra Televisa o que son expresiones de rechazo contra cierto candidato presidencial, denota que el mensaje no ha sido comprendido del todo, o que el mensaje no se ha querido difundir.

La democracia implica muchas circunstancias, entre ellas la equidad electoral, la transparencia gubernamental, el acceso a la salud y la educación, y por supuesto la apertura mediática. Ojalá no sea sólo un anecdotario.

 

La tenebra

 

Entrar al tema de regular la propaganda gubernamental traerá como consecuencia mediata e irremediable la depuración de algunos medios. Se impondrá en algunos casos la supervivencia del más fuerte, pero no necesariamente por su robustez financiera, sino por su fortaleza informativa, su profundidad de contenidos y su respuesta hacia las audiencias.

 

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