Francisco Ledesma / El régimen en disputa
Las elecciones de junio de 2021 fueron el preludio de la batalla que experimentará el Estado de México en 2023, cuando esté en disputa la sucesión por la gubernatura de la entidad con el padrón de votantes más grande del país y el mayor presupuesto nacional con más de 300 mil millones de pesos anuales.
Sin embargo, más allá de los hombres y mujeres que, de manera anticipada distraen su agenda pública en busca de ser candidatos en la próxima elección, lo que debería preocupar a los actores políticos sería el proyecto de gobierno que se pretende construir frente a la brecha de desigualdad social del estado.
En retrospectiva electoral, Morena y sus aliados representan -al menos en el discurso- el mayor clivaje al régimen político del Grupo Atlacomulco que ha predominado en la gubernatura mexiquense durante los últimos 80 años.
Por su lado, el PRI -y su coalición con panistas y perredistas- se identifican como la continuidad de un modelo de gobierno que ha otorgado privilegios y prebendas a élites del poder público y privado, y simbolizan la prevalencia de un régimen que se resiste a los caprichos ideológicos de la cuarta transformación.
En esencia, una eventual victoria de Morena significaría poner el último clavo en la sepultura del régimen priísta, en el estado reconocido como el mayor bastión electoral del partido; el principio del fin para un PRI que se mantuvo en el poder durante más de noventa años, y al borde de perder representación política.
En contraparte, un triunfo priísta se erigiría como una luz en el oscuro panorama de la supervivencia, para convertir al Estado de México en un resquicio de reconstrucción electorera que permita recuperar los espacios perdidos en la última década; y la posibilidad de cumplir en el poder cien años.
Pero más allá de las acusaciones que cruzan entre unos y otros, en el ejercicio del gobierno se observan las mismas desventajas del régimen actual.
Imaginar una sustitución de los Nemer, los Monroy, los Velasco, los Jacob, los Peña y los Montiel por los Miranda, los Encinas, los Duarte, los Serrano, los Hernández y los Gómez, no parece una solución profunda en el esquema de gobierno; por el contrario, se reduce a una disputa de cargos públicos.
La contienda interna que, de manera informal y anticipada, resuelven morenistas y priístas para definir a su candidato a la gubernatura -que terminará por decidir el presidente o el gobernador en turno- dejan ver sus similitudes en la construcción política y electoral de sus organizaciones; su connivencia como parte de los gobiernos municipales y dentro de la legislatura estatal desde hace cuatro años, develan que son más sus coincidencias que sus diferencias.
El priísmo -sin importar el candidato o candidata que postule- buscará construir una campaña electoral que signifique la prevalencia de uno de los grupos de poder más influyentes en el país, desde Isidro Fabela hasta Enrique Peña, pasando por Alfredo del Mazo González, Arturo Montiel y Carlos Hank González.
El morenismo -más allá de la definición de su candidatura- pretenderá sepultar al régimen priísta -y a la mafia del poder como la llama López Obrador- con una histórica victoria en el estado de mayor blindaje para la oposición electoral.
El resto de los partidos fungen como espectadores, sin posibilidades reales de asumir una posición de competitividad en el corto plazo; su única opción es sumarse a una gran coalición o sortear la posición de partido satélite.
Con dos frentes abiertos, las alternativas de elección serán reducidas, entre la prevalencia del régimen del Grupo Atlacomulco, o un clivaje que solamente implique el ascenso del Grupo Texcoco, y remplace unos nombres por otros.
La tenebra
Más importante que el nombre del candidato o candidata, sería indispensable que la campaña electoral se concentre en transparentar los grupos de poder que apoyan a cada contendiente; y los posibles gabinetes que formarían parte de su gobierno en el próximo sexenio.