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El Manual de Maquiavelo

El Tlatoani

 

Francisco Ledesma

 

El presidencialismo mexicano ha dejado una herencia de partido único que ya no se adecua a las circunstancias políticas que hoy tenemos frente a sí. Durante el priato, el día del informe presidencial, era también llamado el «día del Presidente». Entonces, se enlazaba en cadena nacional –todos los medios electrónicos posibles- a la trasmisión del monólogo del Ejecutivo en turno, con la legitimación en pleno de las mayorías parlamentarias del partido omnímodo que gobernó el país durante 70 años.

 

Conforme el avance democrático del país, la oposición fue ganando espacios irreversibles, y con ello vinieron las primeras interpelaciones de la oposición hacia el discurso oficial del presidente en turno. Porfirio Múñoz Ledo inauguró la teatralidad de ser contestatario en el pleno legislativo de San Lázaro durante el último informe de Miguel de la Madrid en un arrebato de reclamos en un conflicto postelectoral en 1988, cuando se tenía la sospecha sobre el triunfo de Cuauhtémoc Cárdenas pero que los datos gubernamentales daban la victoria al priísta Carlos Salinas de Gortari, con todo y la declaratoria de la caída del sistema por parte del secretario de Gobernación, Manuel Bartlett.

 

En el devenir de los años, las interpelaciones se convirtieron en circo. Aparecieron las mantas, las máscaras de puerco, el griterío y el protagonismo sin sentido. Panistas y perredistas, bajo el manto de opositores, convirtieron el informe en un escenario mediático, de ganar el reflector. La alternancia política estaba cerca y con ello, el informe presidencial y su formato comenzaba a mostrar síntomas de caducidad. Lo que en principio fue una novedad, las interpelaciones se convirtieron en un obstáculo para la interlocución. El sistema tenía un diagnóstico de estar rebasado.

 

Ernesto Zedillo y Vicente Fox, fueron quienes más soportaron de la oposición una actitud retadora. Sus informes dejaron de ser ceremonias de pleitesía para el gobernante en turno. Por el contrario, se debieron ajustar a una realidad democrática distinta, donde la rendición de cuentas había dejado de ser un simple discurso político y no se limitaría a la entrega de un texto infinito de explicaciones sobre las acciones de gobierno emprendidas durante los últimos doce meses.

 

Los ciudadanos de algún modo pudieron sentirse por momentos representados, frente a la exigencia discursiva, la argumentación oratoria, la irreverencia legislativa y una libre expresión hasta entonces inédita para hacer reclamos a la figura presidencial en turno. Aunque en el fondo, todo era parte de una simulación en la constante búsqueda de beneficios para conservar o ampliar cotos de poder en favor de grupos políticos o intereses personales.

 

En 2006, en medio de un nuevo conflicto postelectoral por el cuestionado triunfo del candidato oficial Felipe Calderón y una mínima ventaja del 0.56 por ciento sobre el opositor Andrés Manuel López Obrador; el aún presidente Vicente Fox se disponía a dar su último informe de gobierno. En el arranque del periodo ordinario, con una nueva configuración política parlamentaria, los perredistas constituidos cono la segunda fuerza política del país tomaron la tribuna de San Lázaro e impidieron de esa forma que Fox rindiera su sexto informe de gobierno. Lo entregó por escrito y se retiró.

 

A partir de entonces, ya con Felipe Calderón en el poder, fue imposible pensar en un intercambio discursivo entre los Poderes Ejecutivo. La accidentada toma de protesta de Calderón hicieron impensable que regresara a San Lázaro en calidad de Presidente a rendir siquiera su informe, frente al encono generado tras la campaña de 2006, que llevó al michoacano a la victoria electoral, «haiga sido como haiga sido». En 2007, durante su primer año de mandato, Calderón debió mandar su informe por escrito, y desde entonces a la fecha se ha discutido la necesidad de modificar el formato del informe.

 

Lo ocurrido ayer en San Lázaro habla del inexistente equilibrio de poderes -ni pensar con ello que en la reforma política se deban establecer mayorías calificadas-. Lo cierto es que los posicionamientos políticos de los grupos parlamentarios representados en la Cámara de Diputados no modifica en nada la realidad de millones de mexicanos. La ausencia de Calderón tampoco avizora que reconozca la necesidad de tener interlocutores con los diputados de oposición, ni siquiera generar consensos para construir una agenda común.

 

La descomposición del país es tal, que ya ni siquiera se habla de la urgencia por aprobar las tan cacareadas reformas estructurales. Ahora, en la inmediatez que exige el país, se establecen ideas sueltas de lo que se requiere aprobar para darle gobernabilidad a un escenario dominado por la violencia, los asesinatos, la corrupción, la impunidad y el descontento social.

 

Pero los partidos políticos sólo muestran sus diferencias, sus comparativos ideológicos y sus discursos que construyen una agenda electoral por encima de un proyecto de país que no debiera estar a discusión, por encima de cualquier partido político, sindicato o televisora. Sin embargo, las evaluaciones de gobierno, las buenas intenciones de consenso y la reflexión política pareciera ya ser una rutina de cada año, que a la vuelta de cada elección se olvida entre los partidos para emprender los arrebatos del poder, que es lo que domina en su escenario, en su libreto y en su accionar.

 

La tenebra

 

El margen de maniobra que hoy ejerce el gobernador en turno Enrique Peña Nieto se debe a su posición en la carrera presidencial, y ese poder es intransferible al sucesor de San Pedro Xalostoc, que deberá buscar sus propios canales de interlocución, ahora que se le viene el presupuesto encima y una agenda propia para su mandato en el Estado de México.

 

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