En semanas pasadas, cuestionábamos en este mismo espacio, la encomienda pendiente de muchas estructuras sindicales para dotar de procesos democráticos. La asignatura se vuelve aún más preocupante cuando desde los partidos políticos se advierte la ausencia democrática en la elección de sus dirigencias, en institutos que deberían caracterizarse por promover la participación equitativa de su militancia en sus procesos internos.
Apenas el sábado pasado, el PRI del Estado de México dio un paso acelerado para permitir la reelección de Carlos Iriarte Mercado como futuro presidente del priísmo mexiquense para el periodo 2015 – 2019. Iriarte llegó a la presidencia del partido en el poder con un año de anticipación a las elecciones para reemplazar a Raúl Domínguez Rex, apenas electo en octubre de 2011 y sin culminar su mandato partidista.
Antes el propio Domínguez Rex, fue también presidente interino en sustitución de Luis Videgaray en agosto de 2011, tras el triunfo electoral de Eruviel Ávila como gobernador mexiquense. Raúl Domínguez instauró la posibilidad de irse y regresar, para ser electo por la militancia priísta como presidente del priísmo estatal.
La presidencia del PRI se ha convertido en una especie de anexo al gabinete del gobernador, quien finalmente pone e impone las condiciones para que la elección de su dirigencia sea una mera simulación, en los que se registran fórmulas únicas para erigirlas de facto en presidente y secretaria del priísmo local.
La elección del presidente del PRI representa una designación del gobernador y un acatamiento a las reglas no escritas por parte de sus militantes. La carencia electoral es un asunto de relevancia, bajo la condición de que debieran ser los partidos políticos los principales promotores de procesos de amplia participación y alta competencia entre su militancia como una premisa de convencer a la sociedad de su vocación democrática.
Aunado a su pretendida simulación democrática, también se exhibe su fallida equidad de género, pues si bien las fórmulas de su dirigencia se componen por un hombre y una mujer, resulta apabullante la predominancia de los hombres en la presidencia priísta. En los últimos diez años han transitado Arturo Ugalde, Eruviel Ávila, Ricardo Aguilar, Luis Videgaray, Raúl Domínguez y Carlos Iriarte, por sólo una mujer: Ana Lilia Herrera, con un fugaz paso de sólo unos meses en la presidencia del PRI estatal.
Iriarte llega con componendas políticas que atender. Su compañera de fórmula Carolina Charbel es parte del cumplimiento de compromisos políticos, en atención a una toma de decisiones que lo rebasa, desde un poder metaconstitucional ejercido por el gobernador en turno para establecer la directriz que deberá tomar el PRI estatal.
La ausencia democrática no es una problemática patentada por el priísmo. En días pasados, la revuelta panista ha puesto en el itinerario de sus prioridades quitarle el cacicazgo partidista al Grupo Tlalnepantla encabezado por el diputado federal, Ulises Ramírez, que ha ejercido un poder unívoco y unipersonal para intereses de grupo, socavando procesos democráticas y favoreciendo el desplazamiento de los grupos doctrinarios identificados con los fundadores del panismo mexiquense.
El PRD y Morena, en sus casos aislados de la representación de izquierda, han dado muestras en los últimos meses de diferencias que han resaltado la carencia democrática, la toma de decisiones unilateral, sin capacidad a reconocer su pluralidad interna.
Ni que decir de partidos como el PVEM y el PT, en donde la predominancia de la familia Agundis y Óscar González, respectivamente, han mostrado su cacicazgo para mantener una hegemonía autoritaria de principio a fin, desde hace más de dos décadas en las estructuras partidistas del Estado de México.
Los ciudadanos están frente a la imposibilidad democrática de los partidos políticos y por tanto, ante una condición por imponer sus propias reglas y condiciones para mantener, ampliar o arrebatar el poder, sin importar las condiciones para conseguirlo.