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Tania Contreras

“Aviso urgente: debido a la contingencia se les suplica abandonar las salas y dirigirse a los salones de auscultación”, sonaba el mensaje en los altavoces, que con la voz serena de una mujer se repetía interminablemente. Las luces comenzaban a apagarse y unos cuantos focos emitían un sonido de estática mientras iban encendiendo sus matices rojos. Todos marchaban de una forma automatizada y se repartían entre los salones marcados de diversos colores.

La catástrofe era inminente, al parecer el extraño virus se había esparcido con gran velocidad y los decesos superaban la capacidad de respuesta de los centros de atención.

Aquel lugar en donde siempre imperaba el caos, entre viajeros que iban y venían, el ruido de los aviones y los mensajes que nunca callaban, se había convertido en una enorme sala funeraria, que solo era interrumpida por aquella orden para abandonar la zona; las puertas bloqueadas eran adornadas por estrobos rojos y amarillos que anunciaban la ruina a la estábamos condenados.

Sonó mi celular y el mensaje se hizo presente – Estamos en contingencia, Terume y yo te estamos esperando, no tardarás-. Al leerlo sabía que todo habría de terminar, si no hoy, terminaría en cuatro o cinco días; estábamos sitiados, miles de personas que quedaron varadas dentro de este aeropuerto se replegaban como cucarachas a cada una de las habitaciones destinadas para las revisiones. Era un mapa visual de la necesidad de no sentirse solo, incluso momentos antes de sucumbir.

Las pantallas gigantes que pendían del techo se encendieron para anunciar información nueva, esta vez la voz apacible de mujer se transformó en una imagen femenina poco agraciada pero no realmente fea, era el molde promedio para una presentadora de anuncios de terminal; su voz tampoco era apacible, era mas bien seca y sin repuntes pronunció –La contingencia es inminente, el Departamento de Contención ya trabaja en ello y en próximos días podrán regresar a sus naciones de origen. La migración quedará prohibida durante 40 días siguientes a la apertura de la central aérea- Pero ¿cuándo ocurriría esa apertura? Podría tardar días y entonces sucumbiríamos.

A las pocas horas, cuando comenzaba a oscurecer, me percate de que la electricidad había sido eliminada y el parpadeo de los estrobos dotaba al ambiente de una extraña sensación sombría y paranoica. Hasta el momento no había percibido ningún síntoma de enfermedad, ni en mí ni en los se encontraban a mi alrededor.

Mientras la mayoría entraba y salía de las revisiones, yo opté por deambular y esquivar a los guardias que con un extraño escáner detectaban a aquellos que tenían que ser confinados; me negaba a saber si mi final sería de aquella forma tan falta de sentido; un final al azar que simplemente se convertiría en una cifra intrascendente en un momento de histeria.

Volvió a sonar el móvil, me sudaban las manos, sabía que no debía responder a esa vibración; sin embargo, no pude evitarlo y volví a mirar -Estamos en contingencia, Terume y yo te estamos esperando, no tardarás-.

El Departamento de Contención aún no había aclarado la forma en la que el virus ingresaba en el sistema, ni los daños puntuales que provocaba; simplemente sabíamos que de forma súbita borraba la memoria totalmente, después ya no importaba si moríamos, daba lo mismo.

Al segundo día de encierro, cientos de cuerpos estaban apilados como maniquíes en los largos pasillos; las ventanas habían sido selladas desde afuera pero nuestra aperturas oculares ya se habían adaptado a la intensidad luminosa y lo que por unos instantes simulaban ser perros hurgando en la basura, se convirtieron nítidamente en guardias que sustraían un extraño huevo cristalino solo de algunos de los cuerpos, que emitía un brillo peculiar, parecía contener un mini universo con todos esos colores suspendidos entre gases y destellos, para trasladarlos en cajones metálicos hacía el único salón que tenía una salida permitida.

Los que persistimos teníamos la plena conciencia de que era cuestión de tiempo y justo en el momento que comencé a olvidarme del lugar y la situación en la que me encontraba un nuevo anuncio sonó; esta vez era un hombre pero en realidad un hombre, era el jefe de la guardia (siempre me pregunté ¿cómo es que un hombre se encargue de nuestra seguridad, si los hombres fallan?), con su vestimenta verde olivo y una corbata negra que contrastaba con lo pálido de su piel y su cabello cano, pronunció – La contingencia está en fase diez, buscaremos la forma de recuperar el mayor número de memorias y resguardarlas en lo que el virus es neutralizado. Pedimos no resistirse y cooperar en esta maniobra con los guardias asignados a su zona-.

Se cortó la transmisión y los guardias se abalanzaron detrás de nosotros como si se encontraran cazando algún tipo de animal; muchos intentaron correr pero los desestabilizadores de corriente los paralizaron. Me eché al suelo y mantuve la mirada quieta, intentando confundirme con alguno de los cuerpos que yacían apagados en el piso, permanecí así un par de horas, tiempo en el que pude cerciorarme de la presencia de aquel extraño virus, parecía como si enloquecieran aunque en realidad no creo que tengamos ese tipo de capacidad, enloquecer.

En mi intento por pasar desapercibido comenzó aquella vibración y los guardias que ya deambulaban solo como en espera de que precisamente el sistema fallara, se quedaron inmóviles y giraron de forma sincronizada hacia mi, uno de ellos dijo –tienes suerte de no haber contestado el mensaje, tu memoria sigue intacta y podremos resguardarla, ya se encargarán de colocarte en algún cuerpo-.

Inmediatamente después todo se volvió blanco y sus voces disminuyeron en volumen; sin embargo, pude escuchar que el ataque fue perpetrado por un humano, fanático de la naturalidad, que intentaba desaparecer nuestras conciencias.

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